1 de octubre de 2009

La Plaza Alfonso López (I)

Aspecto de la Plaza Alfonso López, 2005

Panorámica de la Plaza Alfonso López, 2005

Imagen urbana después de una implosión.

Por: Luis Fdo. Acebedo R.

No solo las guerras destruyen edificios de valor patrimonial en las ciudades, también los alcaldes, en nombre de la colectividad y el interés general. La implosión del edificio de la Alcaldía Municipal de Manizales en el año 2002, localizado en la Plaza Alfonso López, marcó el fin de un imaginario moderno que tal vez nunca llegó a la ciudad, y abrió otro, aún por descubrir. En ese momento, surgió esta especie de etnografía de aquel lugar referencial.

En la Plaza Alfonso López Pumarejo se perciben muy claramente dos grandes dinámicas socio--espaciales: Por un lado, el frenesí de los flujos, la circulación y el movimiento constante; y por otro, el deseo de comunicación o como dirían algunos, la mercadería de la conversación (Borja y Muxi, 2003). Ambos se desarrollan en medio de un espacio urbano sincrético y de una arquitectura ecléctica.

En efecto, la articulación de ambas dinámicas en el espacio produce una sensación de caos intimidante para todos los habitantes o usuarios de la Plaza. Desde la perspectiva del peatón, el ruido de los motores que se detienen y avanzan en medio de cruces y semáforos a distancias muy cortas, generan una sensación de inseguridad permanente que invita a quedarse atrapado en las periferias por el juego centrífugo de los vehículos. Allí confluye gran parte de los sistemas de transporte público y privado de la ciudad y del campo: Rutas de buses urbanos, transporte intermunicipal e interveredal, taxis, camiones de carga, automóviles particulares, motocicletas, entre otros.

Las aceras amplias que delimitan la Plaza, comparadas con las del Centro histórico-patrimonial, acogen a transeúntes y vendedores ambulantes, mientras que, desde adentro de los locales comerciales –en gran medida cafetines y bares–, se expele el ruido mezclado de las rancheras y la música del despecho, acompañado del murmullo de gente que conversa al calor de un tinto de 250 pesos o de un almuerzo de 2000. Unas mujeres elegantemente vestidas de minifalda y tacón alto, cabellos sueltos sobre los hombros y un monedero bajo las axilas, atienden el pedido de quienes toman asiento en cada mesa. Los ancianos con sus recuerdos y los jóvenes como venidos de alguna vereda o centro poblado le dan identidad a los cafés, bares y cantinas, a los billares y juegos de azar o al comercio de variedades; también a los hoteles y residencias que pululan en los alrededores de la Plaza.

Los voceadores de mercancías por micrófono o el silencio cómplice de las prostitutas transitando de aquí para allá, hacen parte del ambiente sórdido de algunas esquinas y se confunden entre miradas, gestos y actitudes de ciudadanos desprevenidos, y de otros que dominan la calle o ese mundo imperceptible que algunos llaman los “no lugares”.

Entretanto, quienes atraviesan la Plaza en sus vehículos particulares deben sufrir el asalto intimidante de un “ejército” de adolescentes apertrechados de tarritos de agua jabonosa y limpiavidrios que aparecen en cada semáforo como caídos del cielo para ofrecer sus servicios a cambio de una moneda. Allí también se encuentra el vendedor de maní, el de frutas y verduras o el de tarjetas prepago debidamente uniformado.

Pero también la continuidad y proliferación de entradas y salidas de vehículos en distintas direcciones por los costados de la Plaza invitan a estar con todos los sentidos puestos sobre la calle, a pesar de una adecuada señalización que marca el sentido de las vías, las cebras de uso peatonal, la semaforización, los cruces y la información sobre los barrios contiguos o el acceso a las vías regionales.

El interior de la Plaza está dividido en dos ambientes, separados por un cruce de vehículos en dirección contraria y una geometría curva, cóncava y convexa. Un ambiente desolado y triste, compuesto por una zona verde amplia en donde yacen los restos de la antigua Alcaldía y una pequeña plazoleta, construida a última hora para que el dolor por la desaparición de un icono edilicio no genere mayores frustraciones, simula un bar o una cantina al aire libre con sus mesas dispuestas en círculo. Por ambos lados cruzan indiscriminadamente los peatones en un ir y venir de gentes que aprovechan el espacio encementado o la gramilla para “saltar” al otro lado de la calle. Y otro ambiente, densamente ocupado por una concentración de vendedores estacionarios dispuestos sobre tres crujías, dos de ellas marcadas por la alineación de siete u ocho palmeras que pasan desapercibidas a los ojos del peatón.

Este pequeño centro comercial enmarca la fachada de la Plaza al costado oriental por medio de una frágil estructura metálica que ordena y le da techo a los pequeños locales. Su numeración consecutiva llega hasta el número 340, lo cual da un indicio de la cantidad y tamaño de cada uno; sin embargo, muchos de estos locales se encuentran ocupados por bodegas. Se requiere recorrerlo en su interior para descubrir varios niveles y una cafetería al aire libre sobre una plataforma de un piso de altura, debajo de la cual se encuentran unos baños públicos.

El borde que define la paramentación de la Plaza Alfonso López Pumarejo está compuesto por edificios de cuatro y cinco pisos, principalmente. La mayoría tiene un pequeño voladizo después de una doble altura. Su arquitectura es modesta pero mantiene una presencia viva en el lugar. Cinco o seis edificios en cada manzana organizan los contornos de la Plaza reflejando una cierta continuidad de vanos en medio de la diversidad estilística. Los primeros pisos, por el contrario, se diferencian de los pisos superiores por su apertura al peatón y algunas subdivisiones para acomodar pequeños locales dentro de otros, lo cual dificulta la identificación de los ritmos en las fachadas. El Teatro de Manizales es quizás el edificio que más identidad formal tiene, aunque el uso real sea otro completamente distinto. Su presencia en el lugar se asemeja más a un fantasma que clama una nueva oportunidad en la memoria de los habitantes del centro de la ciudad.

Por su estilo y materiales, la mayoría de las edificaciones son de hace tres o cuatro décadas. Sin embargo, subsisten algunos edificios de dos o tres pisos en bahareque que hablan de épocas pretéritas, pero también de riesgos que continúan amenazando a las edificaciones antiguas. De hecho, en la esquina del constado sur-occidental de la Plaza, un edificio de dos pisos sucumbió recientemente a la fuerza devoradora de las llamas, recordando que la amenaza de incendio sigue latente en el centro de la ciudad si no se toman medidas preventivas.

No es la arquitectura la que impresiona, es la amplitud y la perspectiva del espacio que se abre desde diferentes direcciones en medio de una estructura de damero cerrada y compacta que caracteriza el Centro Tradicional. Este respiro que se siente al aproximarse, se pierde cuando se llega, puesto que la escenografía está pobremente dispuesta sobre el lugar. Se podría decir que es un espacio vacío que se recorre por sus bordes. Le hace falta vida a su interior porque no hay ninguna actividad que lo respalde, prácticamente ningún amoblamiento que insinúe diversas formas de apropiación cultural, recreativa, política o simplemente de ocio.

3/10/09

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