Merlín y su mirada inquisidora.
Por: Luis Fdo. Acebedo R.
Con nuestras primeras letras nos enseñaron que la especie humana era la más avanzada de todas las especies que hay sobre la tierra, y sin embargo, a veces actuamos en contravía de ese concepto. Yo no estoy muy convencido de esa contundente afirmación, porque en no pocas oportunidades, especies distintas a la nuestra dan lecciones de vida mucho más profundas de las que reivindicamos como producto de una gran civilización e inteligencia.
Merlín es uno de esos especímenes que me ponen a reflexionar con mucha frecuencia. Sigo con atención sus comportamientos y me pregunto todos los días si él no está haciendo exactamente lo mismo con nosotros.
Son muchas horas en las que Merlín pasa al frente de la ventana de la sala de mi casa, subido en el lomo del sofá principal, observando con atención lo que sucede a su alrededor. Ninguno de nosotros ha logrado desarrollar tal capacidad, hasta el punto de saber con precisión a qué horas pasa el repartidor de periódicos en una moto sin silenciador o el momento en que los celadores distribuyen los recibos de los servicios públicos. En ambos casos, Merlín los espera pacientemente para hacerles la labor imposible. Resulta inevitable leer el periódico en las primeras horas de la mañana con la primera hoja hecha trizas como dejando constancia de su inconformidad con los titulares diarios de la prensa. Y lo mismo sucede con los servicios públicos, pues al ingresarlos por debajo de la puerta son devueltos con rabia y beligerancia, como queriendo rechazar los altos valores con que llegan. Por fortuna los pago por Internet porque sentiría una vergüenza terrible tener que presentar en el banco los recibos partidos en mil pedazos.
A veces pensamos que el verdadero “jefe” de la manada es él y nosotros actuamos y nos comportamos según sus determinaciones. Y es que a la final, son más las cosas que nosotros debemos hacer por él que aquellas que él hace por nosotros. Por ejemplo, en esta casa, Merlín sabe y nosotros hemos aceptado tácitamente, que en los asuntos relacionados con su sobrevivencia la responsabilidad es nuestra. Y en aquellas oportunidades que hemos incumplido esta tarea ha sabido arreglárselas acudiendo a las sobras de las basuras propias o ajenas.
Hace apenas unos días decidió tomar por sus propios medios, un hueso de carnaza que reposaba en la alacena. Él sabía perfectamente que era suyo y de nadie más. También nos ha demostrado que en casos excepcionales no requiere de nuestra ayuda para procurarse su sustento. Su propia naturaleza lo llama a no desperdiciar cualquier bocado que se encuentre en el camino, con lo cual nos recuerda que pese a las reglas de esta casa no olvida sus orígenes y sus patrones de comportamiento.
Pero también Merlín conoce muy bien sus responsabilidades. La que más me sorprende es su incondicionalidad para brindar afecto. En eso se diferencia mucho de nuestra especie, más proclive a condicionar las actuaciones en función de uno u otro interés coyuntural.
Pero esta reflexión va en el sentido de que nuestra especie es tal vez la que más se resiste a aceptar los designios de su propia naturaleza y de aquellas que le impone el devenir de su existencia sobre la tierra. Me encanta seguir con atención la vida salvaje –pero de gran sabiduría– que nos muestran los programas de televisión en aquellos resquicios del planeta que por fortuna la especie humana no ha colonizado. Las llanuras del Serengueti o el desierto de Karajari, las profundidades marítimas o los territorios polares. En todos esos lugares exóticos se encuentran diferentes especies venciendo las inclemencias del tiempo, las condiciones abruptas del terreno o mimetizándose para sobrevivir a los ataques de sus enemigos. Tales condiciones obligan a circunstancias imposibles de lograr por nosotros, como aquella de tener que hincarse apenas unos segundos después de haber nacido, identificar rápidamente a su madre y desencalambrarse para salir corriendo, bien por su condición nómada o por los peligros de morir tras el ataque sorpresivo de sus enemigos hambrientos.
Otra cosa que me sorprende de los animales salvajes, especialmente de aquellos que tienen un comportamiento gregario como nosotros, es la sabiduría con la cual los mayores deciden abandonar a los jóvenes que ya han sido preparados para la sobrevivencia. Primero la paciencia para enseñarles a cazar, luego la indolencia con quienes se resisten a avanzar y finalmente, la despedida fría, a veces violenta, para que la competencia por el alimento no afecte la estabilidad de la manada o para proteger la especie de los linajes familiares, o simplemente para estimular la conformación de nuevas manadas, algunas de las cuales, se convierten al cabo del tiempo en sus más fervientes enemigos.
No reivindico la vida salvaje. Pero me llama profundamente la atención la racionalidad que lleva implícita. El hecho de reconocer los cambios que el tiempo y el desarrollo de la vida imponen. La inexplicable ternura de las especies más salvajes y sangrientas para con sus crías; las lecciones diarias para sobrevivir; las reprimendas por los comportamientos desfasados de los jóvenes rebeldes que se atreven a ignorar el peligro y desafiar a la inmensidad de la llanura, abandonando la seguridad de sus guaridas; la ayuda de sus congéneres para con los enfermos o la valiente despedida de los ancianos para esperar su muerte en solitario. Todas ellas, entre otras, son lecciones de vida que nosotros, en no pocas oportunidades pretendemos ignorar. Adaptabilidad, flexibilidad, aprovechamiento de las oportunidades, apertura a los cambios, valoración del tiempo y de las oportunidades, son entre otras, lecciones propias de la vida salvaje que debemos replicar en nuestro devenir para garantizar la supervivencia en medio de las mieles de la civilización.
Me gustó tu reflexión y me divirtió su lectura. Abrazos.
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